Autor: Pablo Manuel Rodríguez del Valle

Confinados, decido hablar con Alberto[1] sobre realidades que pretendo guionizar y que no conozco de primera mano. Entre amigos la conversación es libre, la manera de entender el mundo compartido solo se consigue con empatía. No es la primera vez que hablamos de la situación social que se vive y tampoco espero dejemos de hacerlo, pues significaría que hemos dejado de preocuparnos por la inercia con la que hacen girar al globo.
Todo transmite una sensación impersonal y fría en cuanto a instituciones y menores se refiere. La lengua quema cuando hablamos de los servicios públicos dirigidos al cuidado de las personas que sufren en su existencia y que, sin haber hecho méritos para ello, son pormenorizadas por las administraciones burocratizadas. Durante la charla, Alberto y yo coincidimos en que el mayor problema de las familias es el dinero. Él añade al respecto que, en la mayoría de los casos de menores tutelados por el Estado provenientes de hogares en quiebra, la independencia económica de la mujer no se daba, ni se espera alcanzar.
Niñas y niños pasan a ser responsabilidad de los servicios sociales y de los servicios a la infancia, teniendo culpa de nacer en casas maniatadas por el mercado de trabajo, no por ser descendientes de padres holgazanes. Existen también casos en los que padres abusan de sus hijos o les abandonan. Si unos padres pierden la tutela, se intenta que los hijos vayan con los abuelos o los tíos para evitar el choque que generaría alejarlos de su entorno conocido. La irresponsabilidad es un concepto abstracto, mas en manos de padres e instituciones puede sufrirse en las carnes.
Los reformatorios son centros donde se acaba por cuestiones judiciales. Los encumbrados “menas” son menores no acompañados que han sido abandonados, o cuya tutela se retiró a sus padres. Sin embargo, a los medios nunca les pareció noticiable la decadente metodología que aplican los CAI (Centro de Atención a la Infancia), donde en ambientes carcelarios los usuarios que no son delincuentes tienen que comportarse como tal. La dinámica tóxica de poder-abuso es origen y norma de las actitudes destructivas, derivadas patológicas de la precariedad.
El número de desempleados en España es superior a las personas en situación de drogodependencia; los precios del alcohol y el tabaco son bastante más bajos que los de un libro escolar. Las condiciones por las que una persona puede mal recurrir a las drogas no paran de aumentar y normalizarse. En este núcleo de tribulaciones orbita el menor, reproduciendo inconscientemente en su vida adulta muchas de las conductas que ve en su infancia. La pobreza se hereda, pero la Economía no reconoce este problema como un inconveniente a tratar en la reforma del impuesto de sucesiones. La pobreza es crónica, pero se ha planteado para que dé beneficios. El dinero afecta como estigma social y el no tenerlo se entiende como algo anormal, también en las relaciones a pronta edad. Los niños no son conscientes de porqué quieren algo, solo quieren lo que puede tener todo el mundo.
Los parados de larga duración coleccionan sellos del SEPE, como manchas solares los veraneantes ingleses. Esta parte de la realidad, recombinada con la escasa pedagogía recibida, afecta al modo en que las personas nos tratamos psicológicamente. Salir más reforzados de momentos complicados no es el común denominador, no es un mecanismo natural con el que el ser social cuente. Irónicamente, las segundas oportunidades se han institucionalizado después que los castigos. Todas las personas aprendemos esta lección a una edad temprana, con mayor o menor grado de realidad, aceptando una responsabilidad más o menos propia de la edad.
Los servicios se pensaron con un fin asistencial, cumplen para cubrir lo básico individual, no para solucionar el problema de origen. A falta de microscopio, afirmamos que muchos de los métodos ordinarios engrosan y añaden nuevos axiomas al problema. Para que un pobre tenga acceso a ciertos servicios existen dos etiquetados para clasificarle e introducirle en la base de datos: el de pobre no merecedor, y el de pobre merecedor. Este último significa “comportarse y ser como un buen pobre”. Con los menores es igual, están los merecedores y los no merecedores. La heterogeneidad de los usuarios es un problema, no hay un perfil claramente establecido, usando el mismo patrón con todos los retales del cajón de sastre.
Los menores son personas aún sin legalidad para “valerse por sí solas”, no pueden estar en situación de calle por ley. Las comunidades autónomas derivan las tutelas y las guardas del menor a entidades y empresas privadas, mercantilizando una vez más a los sujetos. Los centros de menores dan cama al niño hasta que es mayor de edad; es entonces cuando la justicia, diseñada para no ver, presupone que ha sido enseñado a valerse por sí mismo y le “reinserta” en la sociedad. Los hay que optan, en función de lo que digan los informes, a pasar por un piso de transición adulta o a acabar en la calle. Tutorizados por trabajadores y funcionarios que solo faenan por un salario y nada más, al analizar la realidad se puede atestiguar la inexistencia de una zona de confort en estas personas. Nunca la han tenido, solo entienden de supervivencia. Burdamente son transcritos en cifras, presupuestos y gráficos anuales. El papel mojado de la burocracia olvida las conductas y dinámicas sociales. Si nos imaginásemos totalmente solos con catorce años, sin nadie a quien contarle nuestros problemas o nuestros sueños, siendo personas sin infancia (tal como nos gustaría) sería comprensible nuestra desconfianza con los demás. El aspecto emocional se pasa por alto, se controlan las vidas que llevan y se olvida trabajar la vinculación afectiva. No se busca dar autonomía al usuario a través de un proceso de educación y aprendizaje.
A los dieciocho años el sistema no permite réplica, el modo de vida que lleven o elijan es cosa suya, el Estado ya no es responsable. Quien seas o lo que quieras no es de “nuestra” incumbencia. Por supuesto, si son mujeres su situación puede ser mucho más crítica. Es obvio acaban por desarrollar un tipo de autonomía durante su estancia en los centros, pero en esas condiciones están forzados a relaciones sociales escasas y poco sanas. El miedo es el modo de aprender más denigrante y con el que recuerdan la jerarquía que rige sus vínculos. Sin hobbies y sin ingresos nadie querría vender droga, pero para quien no tiene nada es el modo más directo. “Entrar en un piso de menores es deshumanizante” sentencia Alberto. Recomienda las intervenciones sociales directas sobre las familias, no solo sobre los menores. Las familias de acogida son otra posibilidad en lo que a cesión tutelar se refiere, es un medio más centrado en la convivencia sana, con un objetivo claro de dinámica social.
El efecto Pigmalión, referido a las conductas sociales, se entiende como la potencial influencia que ejerce la creencia de una persona sobre el rendimiento de otra. Realmente el mundo de estos menores se construye en consonancia a lo que se les impone que sean, según la visión sesgada e inventada (en el mejor de los casos) con la que se fundamentan los programas públicos. Todo se desarrolla sin saber muy bien cómo tratar las vidas de las personas, malversando la causa de los problemas. Por mi parte, escuchar anuncios en televisión que hablan de banca pública, por ejemplo, o discursos políticos que expropian el sentido de la fraternidad, confrontan con la realidad que conozco y solo logra radicalizar mi humanidad. Si pienso en esa “responsabilidad total” que se le presupone al individuo en esta sociedad capitalizada, asumiré un futuro asocial para mi guión y para mí.
Gracias Alberto.
[1] Alberto Martínez. Integrador social con un año de experiencia en pisos de menores y tres en un centro de personas sin hogar. Actualmente se encuentra terminando el grado universitario de trabajo social.
Comments